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La escuela de los barras bravas


Tomado de : 20minutos.es

“Desde chiquitos los pibes maman la pasión por el fútbol”, me dice un barra brava del club Colón de Santa Fé que ha venido a ver el partido ente Argentina y Uruguay de la Copa América enfundado en una abultada cazadora celeste de Hinchadas Unidas Argentinas. Frente a él, un grupo de niños toca los bombos y canta. “A veces nos copamos y dejamos que se suban al paravalanchas”, agrega orgulloso.


Foto: Niños de Santa Fe, antes del partido Arg vs Uru / 20minutos.es

La letra de la canción que entonan los niños poco tiene de cándida o infantil. Ni el Sapo Pepe ni Pipo Pescador. Ni autos nuevos ni tartas ni paseos. “Sólo le pido a Dios, que se mueran todos los ingleses. Que se mueran para siempre. Para toda la alegría de la gente”, entonan al unísono con los adultos que los rodean.

Un canto a la amistad y la fraternidad entre equipos rivales que no termino de entender bien ya que el inminente rival es Uruguay. Supongo que si cambias “ingleses” por “uruguayos” se rompe la rima. O que el clásico rioplatense no merece expresiones de deseo tan lóbregas más allá de sus tensiones ancestrales (en 1924, el hincha uruguayo Pedro Demby, de 22 años, murió asesinado por arma de fuego en Montevideo. Acababa de terminar el encuentro entre ambas selecciones que dio a Uruguay su cuarta Copa América. Se cree que el responsable del disparo fue Quique El Carnicero, líder de la barra de Boca Juniors).

Los pequeños imitan a los barras bravas no sólo en la lírica sino también en el lenguaje corporal. Y estoy seguro de que lo hacen, como buenos niños, sin entender plenamente las implicancias más profundas de sus gestos. Agitan los brazos en el aire, saltan en el lugar.

En lo que no imitan a los adultos es en los porros que estos se fuman y que inundan el ambiente de un olor dulzón y embriagador. Ni en las rayas de cocaína que un par de muchachos aspiran con absoluto desparpajo frente al patrullero que circula a paso lento junto a nosotros, frente al cordón policial a que a menos de cincuenta metros se sucede en la entrada del estadio de Colón de Santa Fé desde el que ya llega el rumor de la multitud que canta para animar a la selección Argentina.

Una historia que se repite

Como conté ayer, los barras bravas entrarán al estadio a último momento. Gorras, abultadas cazadoras, banderas, bombos. Se amontonarán y empujarán. La policía pedirá refuerzos, aunque la verdadera gestión de la entrada la harán los líderes de Hinchadas Unidas Argentinas, organización creada por el dirigente kirchnerista Marcelo Mallo de cara al Mundial de Sudáfrica.

Las malas lenguas dicen que detrás de la jugada estaban Néstor Kirchner y el actual jefe de gabinete Aníbal Fernández, que es también dirigente de Quilmes. Una forma de ganar ascendiente sobre los violentos, tan a menudo reclamados, empleados y amparados por la política en Argentina. Las mismas malas lenguas dicen que ahora las Hinchadas Unidas Argentinas responden al candidato opositor Francisco De Narváez.

Ayer leía el libro “La Doce”, del periodista Gustavo Grabia. En sus primeros capítulos señala que la violencia en el fútbol argentino comenzó a crecer exponencialmente a partir de 1931. Tiempo en el que Pepino El Camorrero estaba al frente de la barra brava de Boca Juniors.

Cita uno de los famosos “aguafuertes” escritos por Roberto Alrt para el periódico El Mundo, en el que el autor de “El juguete rabioso” traza una semblanza de los violentos no muy distante a la de nuestros días. Las primeras muertes en los estadios de este país llegarían en 1939, en el predio de Lanús. Serían Luis López, de 41 años, y Oscar Munitoli, un niño de apenas nueve años.

Desde entonces los fallecidos suman más de 200. Y, como de algún modo parecían mostrar esos niños con sus bombos y sus cánticos de afecto a los ingleses, la tradición pasa de generación en generación, y la violencia como instrumento del poder político y económico sigue siendo una lacra de la que Argentina no se ha podido librar.



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